sábado, 26 de abril de 2014

UN TEXTO DE JULIO CARRIZO EN EL LIBRO "EL CAMPO DESEADO Y SU GENTE"

A Poroto Naves

Querido Poroto Naves
por vos un verso enarbolo
por el Dany, por Manolo
y por todo lo que sabes
un pichi, guanaco, un ave
y lo que del campo sale
al zorro dale que dale
para todos sos baquiano
y el valor más soberano
de Laguna Manantiales.

                         Julio Carrizo

UN TEXTO DEL LIBRO DESEADENSE PRESENTADO EN TECNOPOLIS/ Antonio y Consuelo

Mi padre, Antonio Gómez, fue un hombre de campo. Amaba el campo.
Nacido en Lomas de Zamora (provincia de Buenos Aires), llegó a Puerto Deseado siendo adolescente; trabajó en la zona rural, hasta que llegò a hacerse, con producto de su trabajo, de un piño de ovejas, que mantenìa a campo abierto, con la ùnica compañìa de dos caballos y tres perros ovejeros.  Los campos eran fiscales, y en su mayorìa aun sin poblar. Corrìa la primera dècada del año 1900 cuando decide elegir un campo de buena pastura, al que denominarìa mas adelante: «El Mosquito».  Para establecerse necesitaba de un socio que ayudara a paliar los gastos del levantamiento del establecimiento ganadero. Asì se uniò en sociedad con su amigo Eduardo Quaglia; juntos y con crèditos otorgados por la Casa Stubenrauch y luego Martinovic, levantan el casco de la estancia, instalan galpones, corrales, bretes y casa habitaciòn de zinc forrada en madera. Esta consistìa en cocina, dormitorio y lavadero. La totalidad del producto de la lana durante años tuvo como destino los comercios mencionados, a los que hay que agregar los gastos de mensura y arrendamiento anual por la tierra que ocupaban.
En el año 1918 conoce a una joven vasca -Consuelo Echaide- recién llegada de su país -España-; en ese mismo año se casan y conforman una familia con siete hijos, razòn que le obligò a ampliar la vivienda!!!; mas tarde llega el imperioso compromiso de afrontar la instrucciòn primaria de ellos, èsta la alternaban de dos en dos en caràcter de pupilos en los colegios San José  y María Auxiliadora.
Años de crisis aquellos; los gastos se complementaban con pagos en especies: carne, huevos, gallinas, papas, verduras y cada 15 dìas el pan que mi madre cocinaba en horno de barro; todos estos elementos se enviaban con un correo que religiosamente llegaba a la estancia cada quincena: Marcelino Martìnez, Hnos. Marsicano y otros. Tambien llegaba el sr. Ernesto Venditti en automòvil, convocado por mis padres, para llevar a toda la familia a Deseado, allì nos hospedàbamos en el hotel Baskonia de Martìn Gàrriz, generalmente para las fiestas patrias, mis hermanos mayores concurìan a los bailes en compañìa de la madre y los màs chicos, de la mano del padre a los actos cìvicos oficiales. Tambien concurriamos a la fiesta de la Rural y de los carnavales.
Mencioné al principio de este relato que mi padre era hombre de campo: en la estancia levantò una cancha para caballos de carrera, que él los tenía; los domingos eran días de fiesta, concurrìan de estancias vecinas patrones, encargados, peones y gente de paso, se jugaba a la taba, se hacìan competencias de cuadreras, y asados de corderos y potrancas, se marcaban animales  y todos participaban del festìn, excepto las mujeres. Debo agregar que los mejores objetos de adorno que habìa en casa eran los premios que mi padre ganaba en la Exposiciòn Rural, con sus animales merino, que, unido al buen campo, esfuerzo y autoconocimiento, lo llenaban de orgullo.

Hago la salvedad que si me he extendido en este relato, lo hago con la única finalidad de rendir mi modesto homenaje a mi padre, y como él, a muchas otras personas que se veràn reflejadas, ellos, hijos o nietos - por haberlo vivido unos y y por lo que les han contado otros, del sacrificio que les tocò vivir en esos años difìciles en que todo estaba por hacer.
Mi padre falleció a los 53 años de edad, en la Estancia «El Mosquito».
Quizás... tal como él queria...
                                           
     
               Beba Gómez Echaide


PRESENTAMOS "EL CAMPO DESEADO", DE EDICIONES CULTURALES EL ORDEN, EN TECNOPOLIS











miércoles, 27 de febrero de 2013

OTRO TEXTO DEL LIBRO: ESTANCIA LA AGUADA


 

Estancia La Aguada

 

La estancia La Aguada ubicada en la zona de Cabo Blanco a  15 Km. de ese lugar paradisíaco, pertenece a la familia Manildo desde aproximadamente 1922, mi abuelo Alejandro, inmigrante italiano arribado a la Argentina siendo apenas un adolescente, después de otras actividades desempeñadas en Bs.As., viene como tantos otros europeos a la Patagonia, ya casado , se dedica al oficio de carrero en la zona de la cordillera en Chubut, con su esposa y cuatro hijos conviven en las tolderías del lugar, tres de sus hijos nacen en Colonia San Martín, mi padre Alejandro, tía Ana, y tía Andina , muy dura debe haber sido la existencia  en esa época para la Abuela María, también italiana , yo no la conocí, falleció joven, pero quedaron elementos de ella de uso personal que nos daban pautas de una vida muy distinta a la que le tocó vivir al emigrar de BsAs a la Patagonia.

Al abuelo le gustaba trabajar la tierra, además de las tareas propias de la ganadería, rodeó la casa de un pintoresco jardín,  quinta con frutales variados y todas las verduras que pudieran cosecharse en la zona, además de alfalfa para los caballos.

Cerca de la Estancia se encuentra la salina llamada Grandes Salinas de Cabo Blanco, recuerdo que el abuelo traía sal y la dejaba secar al sol para luego guardarla en frascos, siempre se utilizó esa sal para las comidas también en casa de mis padres, y no sé si es nostalgia pero puedo asegurar que le da un sabor especial….

Con el paso del tiempo, mi padre se hace cargo de los trabajos rurales, era el único hijo varón, mis tías se casan y dejan la casa paterna del campo, tía Ana se casó con Florián Torremocha guarda hilo del telégrafo de Cabo Blanco, tía Andina con Francisco Dallpozzo, telegrafista del correo en Puerto Deseado, y después empleado de comercio, tía Andina y tío Francisco dejaron en mis hermanos y en mi los más gratos recuerdos de una infancia llena de mágicas historias, barriletes y muebles de madera para las muñecas, por suerte vivían alado de mi casa con los patios comunicados por lo que el contacto era continuo, ellos no tenían hijos.Tía Amanda se casó con Domingo Menicucci el sastre del pueblo, tenía la sastrería en la calle Don Bosco.

Cuando mis hermanas mayores comenzaron la escuela, mi madre se quedó en el pueblo, pero para los trabajos rurales como esquila, señalada etc.siempre había alguna tía disponible para cuidarnos y ella acompañaba a papá en el campo.

Nosotros pasábamos las vacaciones de invierno y las de verano en La Aguada, pero no aislados, los domingos eran frecuentes las reuniones entre las familias de los pobladores de la zona, Familias como los Rodríguez de estancia El Chara, los Huiche de La San Lorenzo, Los Kuhnle de La Aguada La Oveja, Layana de Las Violetas, Doña Camila y Don Valentín Roquefeuil de La Estrella, Familiares de Florencia Font de La San Ramón , Los Ramirez de Estancia El Pajonal, Los Quintanal de La Aguada a Pique y algunos más que tal vez no recuerdo, a veces en alguna de las estancias y otras en Cabo Blanco compartiendo con la gente de Marina que en ese entonces contaba con  una dotación de varias personas y algunos con sus familias, además de las que ocupaban las dos casas del correo. Se compartían asados, tardes de pesca, recolección de mejillones que eran consumidos por todos, puestos apenas en una vieja olla sobre un fueguito en la playa, y por supuesto no faltaban los partidos de fútbol, de truco en la casa del faro, había una verdadera convivencia y quizás más vida social que la que llevaban en Deseado en los meses de invierno.

También eran frecuentes las visitas obligadas a las estancias en los trayectos de ida y vuelta Deseado -La Aguada-Deseado, la huella no era la ruta en su estado actual, demorábamos bastante, y si había llovido corríamos otra suerte…pero insisto ¡era divertido! al menos así lo vivía yo en mi infancia.

Dora Manildo

RECUERDOS DE UN MERCACHIFLE -del libro EL CAMPO DESEADO Y SU GENTE-


 

Abril del cuarenta y pico

Todavía recuerdo las palabras de mi padre al subir a su "chivo" 40 rumbo a la, por entonces, peligrosa cordillera. Los caminos de ripio, esos matentes que el barro formaba después de una copiosa lluvia. ¡Cuántas veces algunos paisanos de a caballo tuvieron que meter el lomo para sacarlo de alguna zanja! ¡Cómo olvidar las veces que hubo que echarse debajo del camión sobre la fría y verde lona Pampero para dormir y esperar que la luz del día permitiera seguir el camino trazado!

"No te olvides, hijo, que el negocio queda en tus manos, vas a quedar solo diez días. Te servirán de obligada experiencia, pues como sabrás, a mi vuelta debo viajar a Buenos Aires para efectuar las compras acostumbradas y durante ese tiempo, casi tres meses, tus únicas compañías serán el frío y el viento".

Fumador empedernido, vivía con el cigarrillo en la boca, y las cenizas caían sobre su sufrido gamulán marrón. Un fuerte abrazo, y luego un vehículo celeste con cuatro cubiertas nuevas y una gruesa lona que cubría la caja, se perdía en el helado amanecer patagónico.

¡Ah, y no te olvides de darle de comer a las gallinas!

Mis dieciocho años aún no cumplidos parecían no comprender la situación, pero la realidad era que había dejado los estudios antes de terminarlos. Mi madre y mis tres hermanos estaban en Buenos Aires para que ellos completaran su secundario. Era un verdadero sacrificio para todos.

Mi padre era propietario de un pequeño negocio de ramos generales, y además era mercachifle; así se denominaba en ese entonces a quien con un camión llevaba toda suerte de mercadería para venderla en los lugares más recónditos: estancias, puestos y comisarías. Su recorrido abarcaba el Lago Argentino, el Lago Cardiel, Viedma, la pequeña localidad de Calafate y otros pueblitos del lejano Sur.

En estos viajes lo acompañaba desde hacía varios años don Félix, un personaje que a los 75 años era el número uno en el polígono local. Solterón, llevaba una vida muy triste y gastaba gran parte de su sueldo en armas de fuego, balas, libros y todo lo que se relacionara con ese deporte.

Si bien es cierto que no teníamos agua corriente, había un enorme pozo de agua de lluvia que cubría con creces sus necesidades.

En ese entonces,  la casi totalidad de la mercancía llegaba desde Buenos Aires en barco (aún recuerdo alguno de sus nombres: José Menéndez, Asturiano, Lucho, Rata) en enormes cajones de muy buena madera. Algunos, con medidas que oscilaban entre uno y dos metros, eran difíciles de ubicar; la única posibilidad era apilarlos en forma de torres que, de noche, parecían fantasmales castillos.

Asimismo y dada la gran cantidad de aves de corral de nuestra pertenencia, éstos eran el lugar preferido por los nidales y el paseo habitual de sus habitantes.

Era impresionante algunos días cuando éstos en conjunto, ya sea por el viento o algún motivo especial agitaban su plumaje, una nube gris, casi negra parecía oscurecer el cielo. Después todo volvía a la normalidad.

Cuando la cantidad de cajones ya se hacía insostenible, se los convertía en leña para la estufa económica, indispensable para el inverno.

Pero los minutos pasaron, las horas también y la sesera comenzó su lento peregrinaje y fiel pensar, el sacrificio de mi padre, ese camión, ese revuelto de mercaderías, estaba al mango, había de todo, desde una bombacha bataraza, botas y alpargatas hasta frazadas y esas camisetas frisadas "Gloria". No faltaba nada, también llevaba perfumes y medicinas varias (la mayoría por encargue), chocolate, caramelos y el infaltable preservativo entalcado que, por gruesa y sin sobre alguno que lo protegiera, era el condimento indispensable que nunca debía faltar.

MI padre era el cumplimiento en persona, jamás fallaba; así también era el respeto y amistad que le profesaban.

En el trayecto de vuelta comercializaba, compraba o hacía trueque por toda clase de cueros, guanacos, liebres, pieles de zorro, cerda y plumas de avestruz, que en esa época y después de la segunda guerra mundial eran mercaderías muy preciadas para la exportación.

Todo esto se enviaba por barco a Buenos Aires, donde un consignatario de confianza se encargaba de su venta y posterior liquidación.

 

Hildo Donín, en su libro "Recuerdos: 50 cuentos y un autor"
in