Abril
del cuarenta y pico
Todavía recuerdo las palabras de mi padre
al subir a su "chivo" 40 rumbo a la, por entonces, peligrosa
cordillera. Los caminos de ripio, esos matentes que el barro formaba después de
una copiosa lluvia. ¡Cuántas veces algunos paisanos de a caballo tuvieron que
meter el lomo para sacarlo de alguna zanja! ¡Cómo olvidar las veces que hubo
que echarse debajo del camión sobre la fría y verde lona Pampero para dormir y
esperar que la luz del día permitiera seguir el camino trazado!
"No te olvides, hijo, que el
negocio queda en tus manos, vas a quedar solo diez días. Te servirán de
obligada experiencia, pues como sabrás, a mi vuelta debo viajar a Buenos Aires
para efectuar las compras acostumbradas y durante ese tiempo, casi tres meses,
tus únicas compañías serán el frío y el viento".
Fumador empedernido, vivía con el
cigarrillo en la boca, y las cenizas caían sobre su sufrido gamulán marrón. Un
fuerte abrazo, y luego un vehículo celeste con cuatro cubiertas nuevas y una
gruesa lona que cubría la caja, se perdía en el helado amanecer patagónico.
¡Ah, y no te olvides de darle de comer a
las gallinas!
Mis dieciocho años aún no cumplidos
parecían no comprender la situación, pero la realidad era que había dejado los
estudios antes de terminarlos. Mi madre y mis tres hermanos estaban en Buenos
Aires para que ellos completaran su secundario. Era un verdadero sacrificio
para todos.
Mi padre era propietario de un pequeño
negocio de ramos generales, y además era mercachifle; así se denominaba en ese
entonces a quien con un camión llevaba toda suerte de mercadería para venderla
en los lugares más recónditos: estancias, puestos y comisarías. Su recorrido
abarcaba el Lago Argentino, el Lago Cardiel, Viedma, la pequeña localidad de
Calafate y otros pueblitos del lejano Sur.
En estos viajes lo acompañaba desde
hacía varios años don Félix, un personaje que a los 75 años era el número uno
en el polígono local. Solterón, llevaba una vida muy triste y gastaba gran
parte de su sueldo en armas de fuego, balas, libros y todo lo que se
relacionara con ese deporte.
Si bien es cierto que no teníamos agua
corriente, había un enorme pozo de agua de lluvia que cubría con creces sus
necesidades.
En ese entonces, la casi totalidad de la mercancía llegaba
desde Buenos Aires en barco (aún recuerdo alguno de sus nombres: José Menéndez,
Asturiano, Lucho, Rata) en enormes cajones de muy buena madera. Algunos, con
medidas que oscilaban entre uno y dos metros, eran difíciles de ubicar; la
única posibilidad era apilarlos en forma de torres que, de noche, parecían
fantasmales castillos.
Asimismo y dada la gran cantidad de aves
de corral de nuestra pertenencia, éstos eran el lugar preferido por los nidales
y el paseo habitual de sus habitantes.
Era impresionante algunos días cuando
éstos en conjunto, ya sea por el viento o algún motivo especial agitaban su
plumaje, una nube gris, casi negra parecía oscurecer el cielo. Después todo
volvía a la normalidad.
Cuando la cantidad de cajones ya se
hacía insostenible, se los convertía en leña para la estufa económica,
indispensable para el inverno.
Pero los minutos pasaron, las horas
también y la sesera comenzó su lento peregrinaje y fiel pensar, el sacrificio
de mi padre, ese camión, ese revuelto de mercaderías, estaba al mango, había de
todo, desde una bombacha bataraza, botas y alpargatas hasta frazadas y esas
camisetas frisadas "Gloria". No faltaba nada, también llevaba
perfumes y medicinas varias (la mayoría por encargue), chocolate, caramelos y
el infaltable preservativo entalcado que, por gruesa y sin sobre alguno que lo
protegiera, era el condimento indispensable que nunca debía faltar.
MI padre era el cumplimiento en persona,
jamás fallaba; así también era el respeto y amistad que le profesaban.
En el trayecto de vuelta comercializaba,
compraba o hacía trueque por toda clase de cueros, guanacos, liebres, pieles de
zorro, cerda y plumas de avestruz, que en esa época y después de la segunda
guerra mundial eran mercaderías muy preciadas para la exportación.
Todo esto se enviaba por barco a Buenos
Aires, donde un consignatario de confianza se encargaba de su venta y posterior
liquidación.
Hildo Donín, en su libro "Recuerdos: 50 cuentos y un autor"
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