miércoles, 27 de febrero de 2013

RECUERDOS DE UN MERCACHIFLE -del libro EL CAMPO DESEADO Y SU GENTE-


 

Abril del cuarenta y pico

Todavía recuerdo las palabras de mi padre al subir a su "chivo" 40 rumbo a la, por entonces, peligrosa cordillera. Los caminos de ripio, esos matentes que el barro formaba después de una copiosa lluvia. ¡Cuántas veces algunos paisanos de a caballo tuvieron que meter el lomo para sacarlo de alguna zanja! ¡Cómo olvidar las veces que hubo que echarse debajo del camión sobre la fría y verde lona Pampero para dormir y esperar que la luz del día permitiera seguir el camino trazado!

"No te olvides, hijo, que el negocio queda en tus manos, vas a quedar solo diez días. Te servirán de obligada experiencia, pues como sabrás, a mi vuelta debo viajar a Buenos Aires para efectuar las compras acostumbradas y durante ese tiempo, casi tres meses, tus únicas compañías serán el frío y el viento".

Fumador empedernido, vivía con el cigarrillo en la boca, y las cenizas caían sobre su sufrido gamulán marrón. Un fuerte abrazo, y luego un vehículo celeste con cuatro cubiertas nuevas y una gruesa lona que cubría la caja, se perdía en el helado amanecer patagónico.

¡Ah, y no te olvides de darle de comer a las gallinas!

Mis dieciocho años aún no cumplidos parecían no comprender la situación, pero la realidad era que había dejado los estudios antes de terminarlos. Mi madre y mis tres hermanos estaban en Buenos Aires para que ellos completaran su secundario. Era un verdadero sacrificio para todos.

Mi padre era propietario de un pequeño negocio de ramos generales, y además era mercachifle; así se denominaba en ese entonces a quien con un camión llevaba toda suerte de mercadería para venderla en los lugares más recónditos: estancias, puestos y comisarías. Su recorrido abarcaba el Lago Argentino, el Lago Cardiel, Viedma, la pequeña localidad de Calafate y otros pueblitos del lejano Sur.

En estos viajes lo acompañaba desde hacía varios años don Félix, un personaje que a los 75 años era el número uno en el polígono local. Solterón, llevaba una vida muy triste y gastaba gran parte de su sueldo en armas de fuego, balas, libros y todo lo que se relacionara con ese deporte.

Si bien es cierto que no teníamos agua corriente, había un enorme pozo de agua de lluvia que cubría con creces sus necesidades.

En ese entonces,  la casi totalidad de la mercancía llegaba desde Buenos Aires en barco (aún recuerdo alguno de sus nombres: José Menéndez, Asturiano, Lucho, Rata) en enormes cajones de muy buena madera. Algunos, con medidas que oscilaban entre uno y dos metros, eran difíciles de ubicar; la única posibilidad era apilarlos en forma de torres que, de noche, parecían fantasmales castillos.

Asimismo y dada la gran cantidad de aves de corral de nuestra pertenencia, éstos eran el lugar preferido por los nidales y el paseo habitual de sus habitantes.

Era impresionante algunos días cuando éstos en conjunto, ya sea por el viento o algún motivo especial agitaban su plumaje, una nube gris, casi negra parecía oscurecer el cielo. Después todo volvía a la normalidad.

Cuando la cantidad de cajones ya se hacía insostenible, se los convertía en leña para la estufa económica, indispensable para el inverno.

Pero los minutos pasaron, las horas también y la sesera comenzó su lento peregrinaje y fiel pensar, el sacrificio de mi padre, ese camión, ese revuelto de mercaderías, estaba al mango, había de todo, desde una bombacha bataraza, botas y alpargatas hasta frazadas y esas camisetas frisadas "Gloria". No faltaba nada, también llevaba perfumes y medicinas varias (la mayoría por encargue), chocolate, caramelos y el infaltable preservativo entalcado que, por gruesa y sin sobre alguno que lo protegiera, era el condimento indispensable que nunca debía faltar.

MI padre era el cumplimiento en persona, jamás fallaba; así también era el respeto y amistad que le profesaban.

En el trayecto de vuelta comercializaba, compraba o hacía trueque por toda clase de cueros, guanacos, liebres, pieles de zorro, cerda y plumas de avestruz, que en esa época y después de la segunda guerra mundial eran mercaderías muy preciadas para la exportación.

Todo esto se enviaba por barco a Buenos Aires, donde un consignatario de confianza se encargaba de su venta y posterior liquidación.

 

Hildo Donín, en su libro "Recuerdos: 50 cuentos y un autor"
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